Por Álvaro Gärtner. Cuando Giuseppe Verdi se dio a conocer como compositor de óperas en 1839, Italia era un puñado de minúsculos estados. Los del norte estaban gobernados con mano dura por Austria y en el sur dominaban los Borbones españoles. Los unía el anhelo de formar una nación independiente.
Los sentimientos patrióticos también afloraron en Los lombardos en la primera cruzada (1843), Los dos Foscari (1844) y Juana de Arco (1845) e hicieron de Verdi el compositor de la causa nacional. Los coros Un pacto, un juramento (Ernani, 1844) y Patria oprimida (Macbeth, 1847) eran verdaderos gritos de libertad.
El fracaso de la revolución de 1848 fue un duro golpe para la causa. Desengañado, Verdi abandonó las óperas patrióticas y empezó a profundizar en la sicología de los personajes. Pero no podía desentenderse: a principios de 1850 le encargaron una para el teatro La Fenice, de Venecia. Acababa de leer el drama El rey se divierte de Víctor Hugo y quedó encantando, pero la censura en Francia lo había prohibido veinte años atrás. Presentó el libreto al Consejo de Censores de Austria y siguió componiendo. Tardó 40 días en terminar la ópera que en secreto llamaba La maldición.
Tres meses antes del estreno, “el gobernador militar de Venecia deplora que el poeta Piave y el célebre músico Verdi no hayan sabido escoger otro campo para hacer brotar sus talentos, que el de la repugnante inmoralidad y obscena trivialidad del argumento del libreto titulado La maledizione. Su Excelencia ha dispuesto vetar absolutamente la representación”. Se usó el título clandestino, averiguado por espías, para mostrar los alcances del poder gubernamental.
El secretario de La Fenice medió ante el gobierno austriaco y se impuso que la acción no transcurriera en la corte real francesa y cambiar el título. Verdi aceptó, pues quedaban intactas las principales escenas. El rey de Francia se transformó en el duque de Mantua, porque la familia Gonzaga y el ducado ya no existían, y así no ofendería a nadie.
Se salvó el protagonista, por quien Verdi sentía predilección: un bufón deforme, amargo y mordaz, también padre amoroso, y el duque conservó su carácter cínico y libertino. Rigoletto hizo ver el sufrimiento de los oprimidos, condenó sutilmente los abusos del poder y la hipocresía de los cortesanos. Dardos contra el régimen austríaco. En 1855 los disparó contra el de los Borbones desde Las vísperas sicilianas.
Verdi volvió a sentir la censura, cuando del Teatro San Carlos de Nápoles le encargaron una ópera para el carnaval de 1858 y propuso la historia del rey Gustavo III de Suecia, asesinado en 1792. Los austriacos exigieron situar la acción en un país distinto y transformar el rey en señor feudal. Para la censura, representar un magnicidio podría sugerir ideas a los inconformes. De hecho, el día que el compositor llegó a Nápoles, atentaron contra Napoleón III en París y poco antes el rey de las Dos Sicilias había sido atacado por un soldado.
Se le ordenó reescribir toda la ópera. Verdi se negó y la dirección del teatro le propuso el libreto titulado Adelia degli Adimari, que llamaba burlonamente “degli animali” (de los animales), y lo rechazó. Fue demandado por incumplimiento de contrato y él contrademandó por daños y perjuicios. Los jueces le dieron la razón.
En 1861 surgió Italia. Fue coronado el rey Víctor Manuel II de Saboya y Verdi elegido senador en las primeras elecciones. Pero no puso fin a su carrera de compositor, ni sus óperas se libraron de vicisitudes: en 1867 estrenó Don Carlo en París, basada en la rebelión del príncipe contra el rey Felipe II de España. En ella se advierte que su percepción del poder era menos idealista, más desencantada. El público acogió con entusiasmo las primeras escenas. Pero la emperatriz española Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, ofendida por el libreto ‘antiespañol’, los clamores de libertad y la crítica al fanatismo religioso, volvió la espalda al espectáculo y todo vino abajo.
Cuando Verdi reescribió en 1881 Simón Boccanegra, le dio un carácter nacionalista que el original no tenía. El compositor era ya senador vitalicio y eso cambió su visión del argumento. En la nueva versión insertó una referencia a dos cartas de Petrarca, dirigidas a Boccanegra, primer dux de Génova, y al de Venecia, en las cuales les recordó que las dos ciudades son hijas de una misma madre, Italia. Con ello bastó para reforzar la autoridad del protagonista de la ópera. (El histórico murió en 1362, envenenado).
Se dice que Simón Boccanegra encarna lo que Verdi pudo ser y no fue en política, y plasmó en el personaje lo que quiso proyectar en la nueva Italia.
El significado político de Va’ pensiero revivió en 2012, cuando Italia conmemoró 150 años de unificación y se representó Nabucco, dirigida por Ricardo Muti. Antes, el alcalde de Roma denunció los recortes al presupuesto de cultura que hacía el gobierno de Silvio Berlusconi, quien asistió a la función.
Según Muti, “la ópera se desarrolló normalmente y cuando llegamos al famoso coro, sentí que el público se ponía en tensión, ante el lamento de los esclavos que cantan «oh patria mía, tan bella y tan perdida». Cuando llegó a su fin, el público empezó a pedir un bis [repetición], mientras gritaba «Viva Italia» y «Viva Verdi»”.
Prosiguió: “Yo no quería solo hacer un bis. Tenía que haber una intención especial”. Entonces, alguien gritó desde el palco: “¡Larga vida a Italia!”. El director se dio vuelta y mirando al público y a Berlusconi, respondió: “Estoy de acuerdo. Larga vida a Italia, pero hoy siento vergüenza de lo que sucede en mi país. Accedo a vuestra petición, no solo por la dicha patriótica que siento, sino porque esta noche, cuando el coro cantó, pensé que si seguimos así vamos a matar la cultura sobre la cual se construyó la historia de Italia. En tal caso, nuestra patria, estaría de verdad bella y perdida”. Estallaron los aplausos, incluidos los artistas en escena.
Muti agregó: “Yo he callado durante muchos años. Ahora deberíamos darle sentido a este canto. Les propongo que cantemos todos. Comenzó el canto con la gente de pies y toda la Ópera de Roma también se levantó. Algunos integrantes del coro lloraban”.
Un imperio sostenido a punta de valses. La opereta surgió hacia 1860, en medio de una crisis económica que impedía montar óperas, ideada por Jacques Offenbach, compositor germano-francés. Alterna diálogos y música. Por tener una temática ligera, casi frívola, era menos costosa.
Offenbach desafió a Johann Strauss a componerlas, cuando éste ya era autor de valses famosos, aún vigentes. Entre 1871 y 1897 escribió 16, entre las cuales El murciélago (1874), goza de enorme popularidad. Alternan valses y polcas vieneses, y alguna danza folclórica húngara, para dar la falsa idea de unidad, en un ente político forzado como fue el Imperio Austrohúngaro.
El compositor fue el símbolo del optimismo para una sociedad austríaca que estaba en decadencia, después de la guerra francoprusiana de 1870 y el surgimiento de Alemania. Ni el emperador Francisco José, ni la emperatriz Sissy, ni la clase política se percataban de ello, deslumbrados como estaban con los valses de Strauss.
Con Franz Lehár comenzó la Edad de Plata de la opereta, con el mismo esquema musical de Strauss: valses, polcas y un tema húngaro. El imperio se hundió con la I Guerra Mundial, pero Léhar mantendría el compás hasta comienzos de la II.
La música en tiempos soviéticos. Durante los primeros años del régimen comunista en Rusia en 1917, se habló de crear una nueva música, incluida la ópera, cuya popularidad serviría para divulgar el credo bolchevique. Óperas como Wozzeck de Alban Berg y Der ferne Klang (El sonido distante) de Franz Schreker, a pesar de ser burgueses (capitalistas), tenían lo que buscaba el gobierno. Pero el público prefería las obras ‘vampukistas’, que mezclaban sentimentalismo, espíritu de aventura y tramas fabulosas, contenidos en Vampuka (1909) de Vladimir Erenberg. El título se convirtió en sinónimo de absurdo.
Inspirado en Wozzeck, Dimitri Shostakóvich se propuso componer una ópera basada en el cuento La nariz, de Nikolai Gogol, en 1928. Cuando la estrenó en 1930, eran otras las políticas culturales soviéticas. El compositor fue acusado de estar sujeto al “formalismo burgués”, cuando lo correcto era el “realismo socialista”, con un lenguaje accesible al gran público. Un crítico dijo que la ópera era “una bomba arrojada por un anarquista”.
Shostakóvich ignoró las insinuaciones y en 1936 publicó Lady Macbeth de Minsk. Un artículo anónimo publicado en el diario Pravda, atribuido al dictador Josef Stalin, la tildó de “chabacana, primitiva y vulgar”. El músico fue acusado de ser “enemigo del pueblo” y estuvo a punto de ser fusilado. Con la condena de su segunda ópera, la primera quedó censurada implícitamente. Shostakóvich jamás se recuperó de ese golpe.
La ópera de la libertad. Ludwig van Beethoven expresó sus opiniones políticas en sus sinfonías n° 3 Heroica, El triunfo de Wellington y aun la n° 9 Coral, y la obertura Egmont. En cambio, el argumento de su única ópera, Fidelio (1805), exalta la lealtad y la fidelidad conyugal, porque la protagonista se disfraza de hombre para entrar a la prisión donde está su esposo como preso político de un tirano. Al conseguir su liberación, la obra se convierte en canto a la libertad. Ésta fue la razón por la cual varios teatros de ópera en Europa fueron reinaugurados con la representación de Fidelio luego de finalizada la II Guerra Mundial, que terminó con el sanguinario régimen nazi.
Epílogo. Solo en Italia podría surgir una extravagancia artística como es la ópera. Un complejo entretenimiento que también cuenta la historia de los recientes cuatro siglos.