Gabriel García Márquez y sus pasos en Italia. “En Roma me sentía como en casa”: GGM.

Aunque Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927-2014), vivió la mayor parte de su vida en Colombia, Francia y México, el casi año y medio que estuvo en Italia y la fascinación por su literatura y el movimiento narrativo cinematográfico conocido como “neorrealismo”, marcaron su pluma como escritor y periodista. Crónica del italiano Omero Ciai y el colombiano Néstor Pongutá, publicada en VISLUMBRES Una constelación escogida de protagonistas de nuestra historia común de España, Italia e Iberoamérica, por invitación de la Embajada de España en Italia.

Por Omero Ciai y Néstor Pongutá*. Aunque Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927-2014), vivió la mayor parte de su vida  en Colombia, Francia y México, el casi año y medio que estuvo en Italia y la fascinación por su literatura y el movimiento narrativo cinematográfico conocido como “neorrealismo”, marcaron su pluma como escritor y periodista.

A pesar de que fueron menos de 18 meses de permanencia en Italia, quedaron muchas marcas y son varias las señales que evidenciaron que este país ocuparía un lugar especial en su vida y su obra. Son innumerables las referencias en sus escritos que hizo sobre Italia y el Vaticano. Aunque  solo tenía 28 años cuando llegó a la capital italiana, vivió intensamente la ´Citta Eterna´. Lo embrujaba su bullicio, su historia, la pasión de su gente, su cultura, el drama constante, el cine, el vino y la gastronomía, más si se trataba de un buen plato de  la sabrosa y sonora “pasta alla puttanesca”.

Gian Giacommo Feltrinelli, propietario de la reconocida editorial que llevaba su apellido, quedó  maravillado con Cien años de soledad y en 1968, solo un año después de su publicación, lanzó la primera versión en lengua extranjera y se convirtió en la plataforma desde Europa hacia el mundo de este suceso literario, que narra  la historia de la familia Buendía a lo largo de siete generaciones en un pueblo imaginario llamado Macondo. Esta novela, que luego fue traducida a 49 idiomas y ha vendido más de 50 millones de ejemplares, es considerada la obra cumbre de éste escritor colombiano que ganó el premio Nobel de literatura en 1982 y lo consolidó como uno de los escritores más reconocidos y leídos en el planeta.

A todos estos regalos que le brindó Italia, se suma un hecho que parece un argumento más del realismo mágico de Gabo: En la sureña isla de Cerdeña existe un pequeño pueblo llamado Perdasdefogu con apenas un poco más de dos mil habitantes. Según la clasificación de Guinness récords, es el lugar en el mundo, por promedio de habitantes, donde vive el mayor número de personas mayores de cien años. Este lugar escondido en la bella Italia, que tiene una hermandad con Aracataca, pueblo natal de Gabo, rindió un homenaje a sus longevos habitantes centenarios y en el 2015, su pequeña plaza, que está ubicada al frente del cementerio, la bautizaron con el poético nombre de “Centi anni di solitudine”.

Todos los pasos de Gabo conducían a Roma

Roma

Aunque desde su adolescencia Gabo ya comenzó a plasmar su habilidad para escribir y narrar conjugando fantasía y realidad, se inició profesionalmente en el periodismo en 1946 en el diario El Universal de Cartagena. Luego en 1950 pasó a El Heraldo de Barranquilla donde escribió su columna “la jirafa” que era el sobrenombre confidencial que le tenía a su esposa en los tiempos de enamoramiento, ya que para sus ojos, Mercedes Barcha tenía una belleza “Modiglianesca”.

Un día de 1954, estando en Bogotá con su gran amigo y colega Álvaro Mutis, recibió la llamada del director del diario El Espectador, Guillermo Cano, quien muy sutilmente lo invitó a escribir un pequeño párrafo para la página editorial. Desde ese día estuvo 18 meses más escribiendo en las páginas de ese diario capitalino sobre cine y crónica, hasta que estando en Europa, el diario fue cerrado por la dictadura militar de Rojas Pinilla. Aunque le enviaron para comprar el tiquete de regreso, Gabo decidió que con ese dinero, se quedaría más tiempo aventurando  en el viejo Continente.

Sus crónicas y reportajes se habían convertido en una cita infaltable para  los lectores y quizá el más recordado de ese género de periodismo literario, fue el Relato de un náufrago, una serie de catorce crónicas basadas en las entrevistas que Gabo le hizo al joven marinero Luis Alejandro Velasco quien  sobrevivió al hundimiento del buque de la armada ARC Caldas y que luego estuvo 10 días a la deriva en una pequeña balsa. La publicación de estos reportajes dio lugar a una controversia pública y debido a esto,  Guillermo Cano decidió hacer un gran esfuerzo y enviar a Gabo como corresponsal a Europa con sede en París.

El miércoles 13 de julio de 1955, en la portada de El Espectador, se anunciaba en una pequeña nota, acompañada de una foto de Gabriel García Márquez, que el diario enviaba un redactor a Ginebra (Suiza). Para Gabo, conocer Europa era una meta anhelada y así  lo registró días después el diario El Heraldo, su antigua casa: “Sabe Gabito con qué regocijo registramos esta noticia de su viaje al Viejo Continente, viaje que él había soñado y comentado tanto entre nosotros”

El inquieto García Márquez, luego de una travesía por Barranquilla, Bogotá y París, llegó  a Ginebra donde cubrió la reunión de los 4 grandes (El primer ministro británico Anthony Eden, el jefe de gobierno francés Edgar Faure, el primer ministro de la Unión Soviética Nikolai Bulganin y el presidente de los Estados Unidos Dwight D. Eisenhower).  En sus reportes y ejerciendo como un gran reportero provocador, escribió que  a pesar de la trascendencia de esta reunión, los suizos parecían estar más atentos a lo que sucedía en el  tour de Francia que a  las decisiones que estaban determinando la política nuclear en plena posguerra. Para dar contexto a sus lectores, comparó esta ciudad Suiza con  Manizales, describió su topografía como una imitación a la de Bogotá y en uno de los apartes subrayó que los perros de Ginebra, aunque más mansos, le recordaban a los de Magangué, un pequeño  pueblo de Bolívar ubicado en las orillas del río Magdalena.

A pesar de iniciar su viaje a Europa por Francia y Suiza, sus ojos estaban puestos en  Italia. Se apoyó en una noticia que, a pesar de su gravedad, podría ser el argumento de una novela propia de su imaginación. Llamó a Cano y con gran convicción le afirmó que tenía informaciones que indicaban que el Papa Pio XII, Eugenio Pacelli, estaba muriendo a causa de un fuerte ataque de hipo y que era urgente ir a Roma a cubrir esa noticia mundial.

El director de El Espectador entendió el mensaje de García Márquez y en el verano de 1955 lo envió  a la Ciudad Eterna a seguir los últimos momentos de vida del Papa Pacelli. Un día patrullando en cercanías del Vaticano, como buen sabueso del periodismo, descubrió que, de los muros leoninos,  emergía una berlina Mercedes Benz que llevaba dentro el cuerpo del Pontífice. Aunque éste iba sentado y vestido, como si se dirigiera a una ceremonia que podría ser su último adiós, le llamó la atención los pomposos ornamentos que tenía endosados a 35 grados de la hirviente Roma. Decide seguir la caravana papal en una vieja  vespa y mientras avanzaba el cortejo motorizado, descubre que el recorrido va  más allá de las fronteras de la Ciudad Eterna.

El vicario de Cristo estaba siendo llevado, en una estricta caravana, hasta una pequeña localidad  en la montaña  a 28 kms de Roma,  exactamente a Castel Gandolfo. El reportero García, al ver la reacción de sus pobladores, la parafernalia y pormenores de la situación, corroboró que no se trataba del traslado a la última morada del Pontífice sino que estaba siendo testigo que “Su Santidad va de vacaciones”.

Fue precisamente así como tituló una serie de crónicas, que le permitieron  desplegar su gran talento para describir y narrar esos sucesos entre ellos,  una  de las audiencias publicas del Papa: En el patio de piedra con capacidad para 2.000 personas enlatadas, los funcionarios del castillo acomodan a los visitantes como sardinas. Allí llegan, atropellándose, los más diversos y extraños géneros de frutas que dan las Viñas del Señor. Llegan los alemanes con sus morrales y sus pantalones de cuero. Llegan los norteamericanos con su complejo baratillo de instrumentos fotográficos y su libro para conocer a Roma en siete días. Llegan los duros curitas rurales de todo el mundo, los más remotos francotiradores de la religión, que nunca alcanzarán a ver al pontífice a menos de veinte metros de distancia. Todos entran atropelladamente como los corderos de Dios a un estrecho corral de piedra cerrado por los cuatro costados. La audiencia se anuncia para las seis. A las seis menos cuarto el patio está repleto y dos gigantescos guardias suizos, con fulgurantes uniformes que parecen un caramelo de fantasía, cierran el enorme portón de madera.  El reloj empieza entonces a marchar con desesperante lentitud. 4.000 ojos se concentran sobre la pequeña ventana, que sólo se diferencia de las otras en que tiene una cortina de seda blanca. Como es verano y el patiecillo está cerrado por los cuatro costados, en cinco minutos hay un calor asfixiante. Cuando Pío XII aparece, a las seis menos cinco, debe sentir ese espeso y agrio vapor humano que sube desde el patio, revuelto con las ovaciones y los aplausos. En ese momento, el Papa sabe a qué huele la humanidad.

Acudiendo de nuevo a sus contextos de lugar, hizo una estupenda comparación entre Castel Gandolfo  y la población de Espinal en Colombia, donde cada 29 de junio se celebra la fiesta de San Pedro.

Este es solo un ejemplo de cómo Italia generaba una fascinación especial en Gabo, quien consideraba el periodismo como “el mejor oficio del mundo”. Su biógrafo, el inglés Gerald Martin escribió en la biografía de Gabo: “el periodismo es un aspecto integral de su personalidad literaria, y por eso osciló siempre entre las dos actividades: ficción y periodismo.”

Aprovechando su estadía en Roma, se matriculó al Centro Experimental Cineccittà, lo que él llamaba “la fábrica de los sueños”, el lugar donde podría llegar a conocer a los padres del neorrealismo italiano, Vittorio de Sica y Cesare Zavattini. Su gran aspiración era especializarse en guión cinematográfico pero está era solo una materia y por lo tanto en pocos días se aburrió y abandonó sus estudios en «La casa de los sueños”.

Había pasado un poco más de una década del fin de la Segunda Guerra Mundial, e Italia era un país en transición. Gabo se instaló en un hotel en Via Nazionale y desde allí comenzó a buscar cómo adentrase más en la magia de lo eterno de Roma. Sus recursos no le permitían seguir en el hotel y decidió buscar un pequeño cuarto en una pensión en el barrio Parioli. Uno de sus vecinos era el tenor lírico colombiano Rafael Ribero Silva,  quien pasó a ser su traductor, amigo y guía, pero además, lo convirtió en  uno de los protagonistas de su cuento La Santa que le sirvió de pretexto, entre la realidad y la ficción, para plasmar su paso por la capital italiana.

Esa historia, publicada en 12 cuentos peregrinos en 1981 y luego llevada al cine en 1988, con el título Milagro en Roma, es un evidente homenaje a Miracolo a Milano de Vittorio De Sica, precisamente  la película que años atrás enamoró a Gabo del neorrealismo y lo inspiró a construir lo que se conoce como “realismo mágico”.

El argumento de La Santa es un  carrusel constante de hechos y sucesos  que para muchos hubiera sido un argumento fascinante  para cineastas como Woody Allen o Alfred Hitchcok. La narrativa gira en torno a Margarito Duarte, un colombiano sencillo que gracias a su esfuerzo y formación autodidacta logra conseguir un modesto empleo en la alcaldía de su pueblo. Enamoró a una de las mujeres más bellas del lugar, contrajo matrimonio con ella pero años después, en el momento del parto, su hermosa cónyuge falleció. Siete años después, la pequeña hija muere también a causa de una fiebre alta.

La vida de Margarito siguió sin contratiempo, pero años después y debido a que construirían una represa en el lugar donde estaba el cementerio, tenían que trastear los restos de sus dos amores. Cuando abrieron la tumba donde se encontraba su mujer, vieron que todo era polvo, pero en cambio  en la tumba de su hija de 7 años, descubrieron que el cuerpo seguía intacto e incluso las rosas que le habían tirado adentro del cajón el día que la enterraron, se conservaban frescas y mantenían su aroma. El obispo del pueblo se postró a este hecho inédito,  sintió la presencia de Dios y le dijo  que éste era un evidente  signo de santidad.

Margarito Duarte emocionado, hizo colectas y se fue a Roma; metió el cuerpo intacto de su hija en un estuche de violonchelo en madera de pino y por uno de los tantos caminos que conducen a Roma, se fue empeñado en buscar la canonización de su hija. Cargando la maleta con el cuerpo liviano, hizo de todo para tratar de hablar con el Papa, pero fue imposible, ya que el Sumo Pontífice, padecía un fuerte ataque de hipo y se había ido a recuperarse a su casa de verano. Así pasaron 22 años y a pesar de los múltiples intentos y el pontificado de varios Papas, nunca pudo elevar a los altares a su pequeña. Al final concluye íntimamente que el verdadero santo era Margarito, quien demostró solo  perseverancia y amor de un padre  por lograr el reconocimiento celestial del cuerpo incorrupto de su hija.

Gabo lo describe así: Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calvario (De Margarito) con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto (…)”

Después en otro aparte y fiel su estilo intenso y detallado describe un hecho fantástico: Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.(…)”

Una de las pistas más claras que se trataba del pleno verano del 55 en Roma lo describe en otro aparte de La Santa: “Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de medio día se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas. El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarriado.

En medio de su encanto que le despertaba la cotidianidad romana, seguía latente su interés y deseo de trabajar en el mundo del cine neorrealista italiano. Para García Márquez un buen método para  entender ese movimiento cinematográfico, consistía en observar un almuerzo de pobres en Venecia en la orillas del Lido. Ver como extienden  un mantel de cuadros con remiendos, mientras la madre gorda y dictatorial,  le  sirve a sus nueve   hijos un  plato de macarrones fríos con un pedazo de pan mientras que a su esposo le suma un gran vaso de vino rojo.  Ella es la última en comer, con el  perro, y casi por ósmosis,  le propina a cada niño, un sonoro pescozón (palmada en el cuello), que según García Márquez, “sólo se pueden ver en las buenas películas italianas.”

Gracias a su amistad con el director italo-argentino Fernando Birry, quien lo había sumergido en Cinecittà, logró subir uno de los escalones que podría llevarlo hasta la cumbre de su carrera cinematográfica: Fue contratado como tercer asistente de dirección en el rodaje de la película Lástima que sea canalla de Alessandro Blasseti, que tenía una  nómina de lujo: Marcello Mastroianni, Vittorio de Sica y la diva de divas, Sophia Loren, a quien finalmente iba poder  conocer personalmente. Sin embargo, nunca logró ni siquiera estar cerca de ella ya que lo único que hizo García Márquez mientras duró el rodaje, fue sostener con gran dedicación una larga cuerda para evitar que los curiosos e intrusos  arruinaran las grabaciones.

Para Gabriel García Márquez fue una experiencia decepcionante, pero este hecho lo llevó a escribir una maravillosa crónica sobre “la batalla de las medidas” donde las protagonistas eran la hermosa y refinada Gina Lollobrigida y la volcánica y esquiva Sophia Loren. Pero no solo era la talla de los sostenes la que definía esta disputa sino que se trataba de definir quién era realmente el ícono de la mujer italiana. Gina era correcta y adorable mientras Sophia era como un tsunami indomable e irreverente que incluso se atrevió a saludar a la Reina Isabel II  con la cabeza cubierta de diamantes que es un error de protocolo imperdonable (los que saben de  estas rigurosidades, saben que a la reina hay que saludarla sin nada en la cabeza).  Más que  un tema trivial, Gabo supo  plasmar  la admiración, perplejidad y  devoción que sienten los italianos por sus personajes y aunque algunos pensaron que García Márquez aprovecharía su crónica para desquitarse de Sophia Loren por no habérsele acercado mientras sostenía el lazo de seguridad, al final dejo en evidencia que para su concepto la indestronable y eterna musa del neorrealismo italiano sería por siempre Sophia Loren quien alguna vez al ser preguntada cual era su secreto para conservar su belleza, respondió: “Todo esto que ven se lo debo a los espaguetis”.

Autores

Esta crónica fue publicada en VISLUMBRES Una constelación escogida de protagonistas de nuestra historia común de España, Italia e Iberoamérica, por invitación de la Embajada de España en Italia hecha a:

Omero Ciai: Periodista italiano experto en informaciones de España y América latina. De 1986 a 1997 fue el editor internacional del Diario L`Unità de Italia y luego pasó al diario Repubblica donde fue Sub editor internacional. Desde el 2000 ha seguido las principales noticias de España y Latinoamérica como enviado especial y ha cubierto diferentes hechos históricos. Conoció personalmente a Gabriel García Márquez y fue en 2007 uno de los pasajeros privilegiados  del “Tren de Macondo” que llevó a Gabo a su natal Aracataca con motivo de sus 80 años. En un diálogo que tuvo con el premio Nobel colombiano, García Márquez  le dijo que su principal tesoro es “sentirse amado”. Ha sido cercano a la Fundación Nuevo Periodismo de García Márquez y en el archivo de la Repubblica reposan muchos reportajes que documentan la historia del escritor colombiano.

Néstor Pongutá Puerto. Periodista y diplomático colombiano que vive en Italia desde el año 2000. Conoció  personalmente a Gabriel García Márquez en Ciudad de México y ha trabajado en medios como RCN radio y televisión, diario El Tiempo, EL Espectador y con W Radio perteneciente al Grupo Prisa de España. Durante su permanencia en Italia se ha especializado en el Vaticano y ha acompañado en diferentes viajes papales a Juan Pablo II; Benedicto XVI y Francisco. Ha escrito para Editorial Planeta los libros Un tinto con el Papa Francisco y Las huellas del Papa Francisco en Colombia. En 2005 ganó el premio de periodismo Simón Bolívar  por el cubrimiento de la muerte de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI. Ha sido diplomático en la Embajada Colombia en la Unión Europea y actualmente es el consejero cultural de la Embajada de Colombia en Italia.

Bibliografía:

La familia Daconte en la obra de García Márquez

Crónica de un encuentro memorable entre los escritores Gabriel García Márquez y Eduardo Márceles Daconte.

Por Eduardo Márceles Daconte*. Nunca imaginé hasta dónde llegó la amistad y cercanía que Gabo sostuvo con miembros de mi familia Daconte hasta la mañana que lo conocí cuando coincidimos en el Encuentro de intelectuales y artistas de América Latina que se realizó en La Habana en septiembre de 1981. Su primera reacción cuando escuchó mis apellidos fue preguntarme, “¿tú eres de los Daconte de Aracataca?”, y cuando contesté que sí, me sorprendió con un grito que asustó a los presentes en el vestíbulo del Hotel Havana Riviera: “ahora sí se jodió esta vaina, dos cataqueros en La Habana”. Entonces me sujetó por un brazo señalándome un sofá para conversar. “Fíjate –dijo–, yo siempre tuve una sincera admiración y respeto por el inmigrante italiano don Antonio Daconte”.

Elena Nena Daconte, con uno de sus hijos, protagonista del cuento El rastro de tu sangre en la nieve.

Mi abuelo arribó a esta orilla del mar Caribe en Puerto Colombia desde su tierra natal de Scalea, Calabria, sobre la costa del mar Tirreno, a finales del siglo XIX, y se radicó en la apacible región bananera de Aracataca. Por su buen olfato de comerciante, fundó la tienda El Vesubio, frente a la plaza principal, recordando el volcán que acabó con Pompeya. Tiempo después abrió una tienda más grande en el sector de Las cuatro esquinas e hizo suficiente fortuna para comprar La Somalia, una finca bananera, y una docena de casas en aquel pueblo ignorado por la geografía nacional hasta época reciente.

Foto 1. Don Antonio Daconte Fama, amigo y benefactor de Nicolás Ricardo Márquez, abuelo de Gabo en Aracataca. Foto 2. Galileo Daconte, personaje en El amor en los tiempos del cólera.

“De hecho –comentó–, cuando estaba escribiendo Cien años de soledad en México, en un momento que necesité un personaje quise hacerle un homenaje a don Antonio, entonces incluí el nombre de un italiano que llega a Macondo, pero el personaje se me fue volviendo marica, entonces pensé qué iría a decir tu tío Galileo, mi buen amigo de infancia en el Colegio Montessori, cuando leyera la novela y se enterara que el nombre de su padre correspondía a un afeminado que tocaba la pianola, sin duda me daría un puñetazo, me devolví y donde estaba su nombre lo remplacé por Pietro Crespi quien fue en realidad un italiano afinador de pianos que mi mamá conoció en Barranquilla.

Yo siempre sentí una inmensa gratitud por tu abuelo porque fue muy generoso con nosotros, un aliado incondicional de mi abuelo Nicolás, por invitación suya entrabamos gratis al cine Olympia que inauguró don Antonio en el patio de su casa en Las cuatro esquinas. Fue allí en esas bancas rústicas de madera donde comenzó realmente mi vocación por el cine”, comenta y reitera en su autobiografía Vivir para contarla (2002): “Cuando Papalelo (su abuelo materno) me llevaba al flamante cine Olympia de don Antonio Daconte yo notaba que las estaciones de las películas de vaqueros se parecían a las de nuestro tren” (pag. 26). De hecho, eran tan amigos que el coronel Nicolás Márquez fue el padrino de María, la hija mayor de los hermanos Daconte Calle.

Avanzando en su relato recuerda que “cada vez que la película le parecía apropiada, don Antonio Daconte nos invitaba a la función tempranera de su salón Olympia, para alarma de la abuela, que lo tenía como un libertinaje impropio para un nieto inocente. Pero Papalelo persistió, y al día siguiente me hacía contar la película en la mesa, me corregía los olvidos y errores y me ayudaba a reconstruir los episodios difíciles” (pag. 109). Para complementar sus reminiscencias del cine en Aracataca, comenta en su columna La Jirafa de El Heraldo: “Mi héroe, en medio de tantos, fue Dick Tracy. Y además, cómo no, recuperé el culto del cine que me inculcó el abuelo y me alimentó don Antonio Daconte en Aracataca, y que Álvaro Cepeda convirtió en una pasión evangélica para un país donde las mejores películas se conocían por relatos de peregrinos” (página 448).

Un día de 1983 recibí la invitación del poeta Jorge Marel, su organizador, para participar en el 3er Encuentro de escritores costeños en Sincelejo. El poeta Marel me solicitó el favor de extender una invitación especial a Gabo para un homenaje en el seno del encuentro. Gabo estaba por aquella época en Cartagena encerrado en un apartamento de Bocagrande escribiendo su novela El amor en los tiempos del cólera. Cuando lo llamé para comentarle sobre el encuentro me dijo que más bien lo visitara en camino a Sincelejo para almorzar. Fue un reencuentro cálido, como siempre cuando nos encontrábamos, su primera pregunta después de los saludos fue “ajá Eduardo, cuéntame, y qué hay por Cataca”. Yo le respondí que todo estaba bien aunque sufriendo la violencia de guerrillas y narcotráfico en la Sierra Nevada de Santa Marta. De pronto recordé que por esos días había muerto mi tío Galileo, cuando se lo comenté, su rostro se ensombreció por la triste noticia “cómo va a ser, murió mi mejor amigo de infancia, cuánto lo lamento.”

Después conversamos de otros temas hasta que volví a recordarle la cita con los escritores en Sincelejo, pero me recordó que él nunca iba a encuentros ni conferencias, me dijo que sufría de pánico escénico, pero que iba a enviar un mensaje para excusarse. Entonces escribió una nota que Marel leyó en la inauguración del encuentro: “Estoy emocionado y más que agradecido con el homenaje que ustedes me rinden en el Tercer encuentro de escritores costeños, y estoy furioso con esta vida enredada que no me ha dado una tregua para estar hoy con ustedes… Creo que lo que más vale de mi está de todos modos con ustedes, que son los afectos de la tierra, la identificación con tantas cosas bellas –inclusive las más inútiles– y la solidaridad en el propósito de que algún día sean felices todos los seres capaces de respirar, por obra y gracia de la poesía”.

Tiempo más tarde, cuando leí la historia de amores contrariados entre Florentino Ariza y Fermina Daza en 1985, encontré para mi sorpresa que homenajeaba a Galileo Daconte, su amigo de infancia, como uno de sus personajes, imagino que decidió incluir su nombre cuando le di la infausta noticia de su fallecimiento. Para tal fin, fusiona la actividad de Antonio con la de su hijo: “Más tarde, cuando don Galileo Daconte abrió el primer patio de cine, Jeremiah de Saint-Amour fue uno de sus clientes más puntuales, y las partidas de ajedrez quedaron reducidas a las noches que sobraban de las películas de estreno…” (pag. 20).

Luego comenta en otro pasaje: “La noche anterior habían ido al cine, cada uno por su cuenta y en asientos separados, como iban por lo menos dos veces al mes desde que el inmigrante italiano don Galileo Daconte instaló un salón a cielo abierto en las ruinas de un convento del siglo XVII. Vieron una película basada en un libro que había estado de moda el año anterior, y que el doctor Urbino había leído con el corazón desolado por la barbarie de la guerra: Sin novedad en el frente” (de Erich María Remarque, 1930, pag. 24).

Hacia el final de la novela, vuelve a mencionar el personaje cuando recuerda que “Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por el invento del cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno espectacular de Cabiria (película italiana, 1914), cuya publicidad se fundaba en los diálogos escritos por el poeta Gabriele D´Annunzio. El gran patio a cielo abierto de don Galileo Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del esplendor de las estrellas que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado por una clientela selecta…” (pag. 348).

Pero mi sorpresa fue mayor cuando leí Doce cuentos peregrinos (1992). Allí encontré que mi tía Elena Daconte (una de las tres hermanas de mi madre) figura como protagonista de El rastro de tu sangre en la nieve que, según algunos críticos literarios, es uno de sus mejores cuentos. El argumento gira alrededor de una acaudalada pareja de jóvenes cartageneros recién casados que disfrutan su luna de miel en Europa. Nena Daconte es descrita como políglota, saxofonista y de un carácter dulce pero decidido “casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero…”

Un día, durante una visita a su casa de Cartagena, le pregunté la razón por la que había utilizado mi apellido para sus historias y me respondió en son de broma con una risotada, “¡Y qué, ahora me vas a demandar por 20 millones de dólares!”, a lo cual le contesté que mi familia estaba feliz y agradecida por tenerla en cuenta para sus historias. Fue entonces que me contó el origen del nombre de su relato. “Yo escribí ese cuento en Barcelona en 1976 y cuando necesité un nombre apropiado para la protagonista, el nombre de tu tía Elena me llegó como un relámpago, quise homenajearla porque la recordaba desde mi niñez cuando asistía al colegio Montessori de Aracataca, yo veía a esa niña de piel dorada y rizos rubios correr riéndose por aquellos pasillos, nunca la olvidé”.

A raíz de la admiración que despertó en ella la protagonista del cuento, la cantautora española Mai Meneses bautizó su grupo de pop rock Nena Daconte con cuyas canciones He perdido los zapatos (2006), Retales de Carnaval (2008), Una mosca en el cristal (2010) y Solo muerdo por ti (2013), ha alcanzado excepcionales éxitos con nominaciones y galardones como el ATV European Music Awards, hasta posicionarse como uno de los grupos musicales que más discos y conciertos ha vendido en España.

Sin embargo, donde más recuerda Gabo a don Antonio Daconte es en una columna publicada en El Espectador el 18 de diciembre de 1983 y seleccionada para diferentes antologías de sus artículos de prensa. En ella, con el título Vuelta a la semilla, evoca su infancia en Aracataca y en especial su experiencia con los animes. “Para mí hay más poesía en la historia de los animes que en toda la que he tratado de dejar en mis libros. La misma palabra –animes– es un misterio que me persigue desde aquellos tiempos”. Después de indagar su significado en diferentes diccionarios, se muestra en desacuerdo con esas definiciones. “Los animes de Aracataca eran otra cosa: unos seres minúsculos, de no más de una pulgada, que vivían en el fondo de las tinajas. A veces se les confundía con los gusarapos, que algunos llamaban sarapicos, y que eran en realidad las larvas de los mosquitos jugueteando en el fondo del agua de beber… Los animes tenían la facultad de escapar de su refugio natural, aun si la tinaja se tapaba con buen seguro, y se divertían haciendo toda clase de travesuras en la casa… No eran más que eso: espíritus traviesos, pero benévolos, que cortaban la leche, cambiaban el color de los ojos de los niños, oxidaban las cerraduras o causaban sueños enrevesados”.

“Sin embargo, había épocas en que se les trastornaba el humor, por razones que nunca fueron comprensibles, y les daba por apedrear la casa donde vivían. Yo los conocí en casa de don Antonio Daconte, un emigrado italiano que llevó grandes novedades a Aracataca: el cine mudo, el salón de billar, las bicicletas alquiladas, los gramófonos, los primeros receptores de radio. Una noche corrió la voz por todo el pueblo de que los animes estaban apedreando la casa de don Antonio Daconte, y todo el pueblo fue a verlo. Al contrario de lo que pudiera parecer, no era un espectáculo de horror, sino una fiesta jubilosa que de todos modos no dejó un vidrio intacto… Mucho tiempo después de aquella noche encantada, los niños seguíamos con la costumbre de meternos en la casa de don Antonio Daconte para destapar la tinaja del comedor y ver los animes –quietos y casi transparentes– aburriéndose en el fondo del agua”.

Por supuesto, esta relación de amistad, gratitud y cariño con el dueño del cine de Aracataca y su familia ha sido reseñada en todas las biografías de Gabo. Entre ellas, quizás la más detallada se encuentra en García Márquez: El viaje a la semilla (1997), el excelente trabajo de Dasso Saldívar quien narra de manera poética y perceptiva la trayectoria vital de nuestro premio Nobel. También la encontramos, aunque más prosaica, en la monumental biografía García Márquez: Una vida del escritor inglés Gerald Martin quien describe en forma minuciosa hasta el detalle más insignificante en la existencia del escritor, sin escatimar los sucesos y anécdotas más relevantes de su etapa juvenil en Aracataca.

Artículo publicado en El Espectador, el 18 de abril de 2020. Las fotografías son cortesía de Eduardo Márceles Daconte.

Fotografía de portada: Los hijos de Antonio Daconte Fama con Manuela Calle, de izq. a der. Imperia, María, Antonio, Elena (Nena Daconte), Yolanda, en Aracataca.

Bibliografía: Vivir para contarla, Editorial Norma, 2002; El amor en los tiempos del cólera, Editorial La Oveja Negra; 1985; Doce cuentos peregrinos, Editorial Suramericana; 1992; El Espectador, 18 de diciembre de 1983.

*Escritor y periodista cultural, es autor de libros de narrativa, artes visuales, biografías, crónicas y antologías, vive y trabaja en Puerto Colombia, Atlántico.