Martes, 2 de junio. Orales que somos

Orales que somos. Desde que el hombre es hombre y la humanidad ha podido llamarse de tal forma, gracias a la invención o bien al descubrimiento del lenguaje, las palabras han ido surgiendo, como surgieron los idiomas, como después surgiría la gramática, los signos de puntuación.

Volvemos, hechos ya casi medio año de este 2020 único, ahora con Jhoan Camargo como invitado. Escritor y profesor universitario, él nos lleva por los caminos de la palabra, aquello que, digo, sobrevivirá a todos los tiempos y a todos los cambios. A excepción de que el silencio se imponga, lo que muchos han intentado una y otra vez, casi siempre en abuso del poder y, felizmente, en vano.  Gracias, Jhoan. Cuídense, por favor.

El escritor y profesor universitario
Jhoan Camargo

Orales que somos. Desde que el hombre es hombre y la humanidad ha podido llamarse de tal forma, gracias a la invención o bien al descubrimiento del lenguaje, las palabras han ido surgiendo, como surgieron los idiomas, como después surgiría la gramática, los signos de puntuación. Más allá de los entresijos de la lengua, de los fonemas guturales, de las entonaciones nasales, los hablantes han encontrado la belleza en el habla y, con ella, la musicalidad. No en balde dentro de las bellas artes clasificó la poesía, la música e incluso la elocuencia, manifestaciones del espíritu que, a la postre, tienen relación directa con el acto de hablar y escuchar.

Una vez desarrollada la lengua y las lenguas, una vez comenzó la inacabable tarea de construir un idioma con sus mixturas, las palabras que se van (arcaísmos), las específicas (tecnicismos), las núbiles (neologismos), los hombres no hablaron con las palabras que habían creado, sino que jugaron con estas.

Descubrieron cacofonías como decir: los hablantes han encontrado belleza en el habla, y luego advirtieron los galimatías en medio del acto anárquico que es conferirle a un signo cualquiera un sentido cualquiera. Después, algunos denominadores fueron poniendo nombres a las cosas que se nombran y salieron palabras como morfemas, xilemas, semántica, tónica, diacrítica, pero ya los hombres se habían separado de los nominadores y se dedicaron al simple y sencillo goce de pronunciar la palabra, de transformarla, de unir unas a otras como se unió el vello de las ovejas para cubrirse los cuerpos, pero eso ya son otras historias y otros tiempos.

Muchos siglos después, cambios en la bóveda celeste de constelaciones, de eras en la tierra, caminaban a la par aedos y rapsodas pregonando historias ajenas o propias por una Grecia extensiva en un mundo más enjuto que el actual. Es bien sabido por la historia moderna que por aquel tiempo la escritura recién había sido inventada, posteriormente sería un oficio de esclavos, además de ser poco loable, así como la lectura; más, la escucha era un hábito de sabios, reyes y gobernantes, por tal motivo, el conocimiento llegaba por el oído más que por los ojos, pero, ¿cómo almacenar tantos datos de los hechos conocidos?, ¿cómo trasladar tantos nombres de lugares y de egregios personajes de las innumerables epopeyas y tragedias de la Antigüedad? 

La musicalidad que daban las palabras precisas unidas unas a otras facilitaban tal empresa, de allí que las poquísimas historias que han sobrevivido hasta nuestros días sean poemas o bien cantos. No es gratuito que aquellos oradores trashumantes anduvieran acompañados de cítara o phorminx, la primera, para acompañar con las cuerdas los cantos de sus propias creaciones (aeidoo/aedo significa cantar); y el bastón (rapso/rapsoda en griego antiguo) los segundos, para marcar con golpes el ritmo, ya no de cantos, sino de poemas que habían tenido a bien aprender y memorizar, quizá con ayuda de los dioses que mencionaban entre tantas de las historias que relataban por una paga.

Después de los aedos y los rapsodas, caídas de imperios posteriores, seguiría la humanidad pariendo historias y quien pudiera contarlas, los pueblos bárbaros del norte, específicamente los celtas, los llamarían bardos, palabra cuya acepción es tan variada como intrincados los vocablos de su lengua. Vale la pena detenerse un poco en esta figura para mencionar la importancia de su labor. Aquellos bardos, caminantes como sus antecesores griegos, iban de lugar en lugar con la gloria sobre sus hombros, pues tenían la noble labor de mantener con vida las historias de su pueblo y además desplazarlas a donde quiera que sus pies los llevaran. Siempre eran bien recibidos e incluso estaban exentos de pagar tributo; de hecho, su indumentaria los diferenciaba, ya que vestían de azur (azul), como diría cualquier versado en colores del Medioevo. Cada bardo era un receptáculo viviente, cientos de canciones albergaban sus cabezas vagabundas de las cuales disponían cada que una cara sonriente buscara deleitarse o esquivar el hambre, cosa harto común en la época.

Luego vendrían los escaldos, más instruidos que los anteriores y con pleno manejo de tropos o figuras literarias, incluso propias (es el caso del Kenning, consistente en sustituir el nombre de algo por un hecho o característica de este). Aquellos escaldos escandinavos a diferencia de sus antecesores bardos no eran solo divulgadores de historias y de la Historia, lo cual es interesante de pensar, sino que, además, eran testigos de esta; es decir, no solo relataban grandes y elocuentes historias a sus reyes, sino que rememoraban hechos de los cuales ellos mismos habían sido testigos, precisamente una de sus funciones era esa: observar y relatar. 

Si bien dice Picasso que el arte es una mentira que aproxima a la verdad, nunca mejor oportunidad para confirmarlo que el caso de los escaldos, quienes por medio de la oratoria; a la sazón, el arte de hablar, relataron hechos políticos y bélicos que de otro modo hubieran desaparecido bajo la bruma del silencio. Después de estos vendrían los juglares, que ropas más, ropas menos, cumplirían la sempiterna labor de divulgar y a la vez entretener con las palabras, con los sonidos y con el tiempo.

Precisamente en el arte de relatar, el ritmo ha sido un elemento fundamental por varias razones. Para entender esta afirmación basta con preguntarse si es más fácil memorizar una canción que una lección de las leyes del movimiento de Newton, veríamos que, en tamaño, una canción relativamente grande sería siempre más fácil de albergar en la memoria que, incluso, una sola de las tres leyes del afamado físico inglés, y más allá de las facilidades que el ritmo y la musicalidad aportan, por muy importante que sea conocer la ley gravedad o la relación acción-reacción de la masa, siempre será más agradable escuchar: Margarita está linda la mar,/ y el viento,/ lleva esencia sutil de azahar[…] que lo siguiente: Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él, sin importar la inconmensurable verdad e investigación que lleva cada una de las palabras que conforman la primera ley en contraposición a las líneas que Rubén Darío dedica a la pequeña Margarita Debayle.

Todo este recorrido exiguo sobre la palabra difundida ha sido con el propósito de mostrar cómo a través de la Historia la versificación y la composición de obras artísticas alrededor del habla han sido una constante y casi que un imperativo. Somos seres sociales que nos entrelazamos por medio del acto comunicativo, a partir de este es posible transmitir lo que heredamos como sociedad o como cultura. Y así unos ojos dilatados, una piel estremecida o las palpitaciones impertinentes de los amantes primerizos digan mucho, quieran decirlo todo, se hacen necesarias las palabras para redondear la idea, amalgamar el sentimiento u obtener aquello que tanto se desea; las razones necesitan escapar de la garganta y tomar forma entre los labios… humanos que somos, sociales que somos, orales que somos.