Cuento de Ana Milena Puerta: Algo cambió. O no lo sé.

Dieciocho meses después de la orden emitida por las autoridades del mundo, del país y de la ciudad, que paralizaron todas las actividades, ahora todas ellas ordenaban que –otra vez- fuésemos los de antes y con la vida de antes.

Lo más impresionante fue el silencio.  Sin autos, camiones, buses, pitos, gritos, arranques, campanillas, sirenas, timbres, trenes, metros, tranvías, carretillas que dejaron de pasar y de sonar en las calles, al punto que fue posible escuchar otra vez el viento de la tarde, los pájaros en las mañanas, maullidos en los tejados y perros ladrando cada tanto.

Dieciocho meses después de la orden emitida por las autoridades del mundo, del país y de la ciudad, que paralizaron todas las actividades, ahora todas ellas ordenaban que –otra vez- fuésemos los de antes y con la vida de antes. Dicen que, luego de una semana de emitida la orden de salida, más del 70 por ciento de los humanos decidieron continuar con sus vidas seguras dentro de sus hogares, que no vieron ningún atractivo en volver a las calles.

Además, ya no éramos esos. Y, en las salas de las casas o en los pasillos de los edificios de apartamentos, se contaban con nostalgia “las historias del otro tiempo” como si fueran años los del confinamiento, o el miedo a salir. Se hacían chistes sobre quién saldría primero hoy o el sábado, si a alguno le gustaría volver a bailar o a cenar fuera, en fin, eran solamente chascarrillos sobre algo que de hecho se daba como improbable: salir.

Durante año y medio, la humanidad se acostumbró a otro ritmo: trabajo desde casa y en pijama, víveres, medicamentos y licores pedidos por una app celular y entregados por un dron, reuniones de trabajo o de amigos por teleconferencia, atención a clientes vía whatssap, pagos por internet; servicios como agua, luz, gas o teléfono atendidos en plantas de obreros que tenían dormitorio en hoteles cercanos; hospitales y clínicas con médicos, enfermeras y personal que vivían en sus alrededores, en fin, todo un reacomodo de funciones, labores y servicios con la menor utilización de la presencia real del ser humano. Salvo, por supuesto, lo inevitable como cortar el césped o recoger las basuras de las solitarias calles.

Hace una semana, cuentan los que salen o lo vieron en noticieros, que varios bares, discotecas y restaurantes decidieron abrir sus locales y ofrecer generosas promociones para incentivar el consumo en ellos o por lo menos la intención de salir en sus perdidos clientes. Y allí van, iluminando y haciendo ruido cada noche, a la espera de algunos, sin mucho éxito.

En cambio, las plataformas de rumba mundial, donde desde un computador o un celular es posible conectarse y vivir la experiencia más festiva y loca jamás imaginada, es todo un boom en estos momentos. Por curiosidad o diversión, cada día son más los humanos que ingresan para quedarse un buen rato o uno y hasta dos días en una delirante celebración con millones de seres conectados en todo el planeta al mismo tiempo. Y dicen que es maravilloso, no lo sé.

Cuando puedo o me encuentro por casualidad con alguien a la entrada o salida del edificio donde vivo, casi siempre que hablamos añoramos los barcitos de antes y nuestros amigos que hablaban y hablaban sin parar sobre literatura o de cambiar el mundo, bailando y bebiendo hasta caer todos borrachos y felices. Y experimento un dolor similar al de perder un diente antes de tiempo, al de una juventud truncada que ya no puedo seguir viviendo.

Pero la curiosidad, dicen, mató al gato.

No conocía muchos lugares, es cierto, pues con los del trabajo siempre fuimos a uno donde nos conocían, nos daban crédito y nos pedían un taxi si nos excedíamos en consumos. Todo bien. Ahora, cuando ya estoy bañado, vestido, con chaqueta en mano y a punto de cerrar la puerta del edificio, no sé a dónde ir.

Camino y observo. Muy pocas personas en las calles, cruzo por la avenida y es igual de sola, con algunos autos y la infaltable ambulancia de luz roja y pito herido; media hora después me doy cuenta que sigo caminando justamente hacia el bar de mis recuerdos, el de la oficina, donde gasté mi primer pago.

Ahora mi trabajo es virtual, gracias al acuerdo tecnológico que hizo la empresa y mediante el cual cada funcionario dispone de una plataforma-escritorio en su casa desde el cual se conecta de 8am a 5 pm sin falta. Y todo se resuelve allí, inclusive cuenta con “salas de reunión” y “pasillos para café” donde es posible hablar privadamente con alguno si fuera necesario. Todo desde mi pequeño apartamento y muchas veces sin bañarme.

Estoy al frente del bar y está abierto. Cruzo la calle, entro, saludo al que atiende, tomo una mesa y pido la cerveza de siempre. Me siento extraño. Huele diferente, seguramente más limpio que antes. La música suena menos, pero como no hay nadie más es suficiente para mí.

Y mientras tomo un sorbo, pienso: ¿Y esto era todo? ¿Por qué me producía tanta alegría saber que era viernes y que vendríamos a este lugar? No lo sé, no encuentro la magia o ya no estoy incluido en ella.

Sin terminar la botella, pago y salgo. Casi corriendo. Y temeroso. Camino rápido, miro, escucho, atento.

No puedo conectar la felicidad con ese lugar y lo que acaba de suceder. ¿Qué pasó? Me reviso y estoy completo, incluida la billetera, pero siento como si hubiera perdido un microchip cerebral.

Al abrir la puerta de mi apartamento, el alma regresa y respiro profundamente, largamente, como si me fuera a tragar todo el aire seguro de mi propio nido. Estoy a salvo. No se de qué, pero lo estoy. Tal vez de mí mismo. Aahhh…

Ana Milena Puerta: caleña, comunicadora, conversadora y escritora de poemas, cuentos y recetas de cocina. Amante de la literatura, la cultura ciudadana y el mar. Coleccionista de atardeceres, aves en vuelo y charlas interminables.