Érase una vez una canción. Cuento de Medardo Arias

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Era el Orfeo Negro que regresaba para decirnos que la “Cidade Maravilhosa” también conoce el invierno, y las nieblas viajan despavoridas por las playas, porque las gentes se quedan en sus casas viendo gotear el agua sobre los naranjos, o arropados en la voz de María Betania.

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(Bossa Nova) De pronto la ciudad estaba ahí, en el marco de la ventana, recién lavada por la lluvia y con las palmeras todavía temblorosas, con las axilas levantadas para dejar pasar el viento frío del mar. El aleteo de los trajes de baño que esperaban el sol, dejaba caer las últimas briznas de arena, y el sol que bombardea en las mañanas el morro de Botafogo, era sólo un recuerdo que viajaba en la sombra de los aviones sobre el verde espeso donde los monos macacos parecen escuchar, aún, el arcabuzazo de los recién llegados.

La noche anterior había barrido hasta la euforia de los hinchas del Flamengo, con un vendaval ciego que inclinó los mangos, desgajó aguacates, azotó puertas y silenció al amanecer el canto de los gallos de Urca y del Morro de Cantagallo, pues qué tiempos son estos para dejar oír cantos de aves domésticas. Era inevitable ver ese gris colgado en las ventanas de los edificios, como invernal bandera, y no evocar, pianísimo, el canto que sigue a la música de “Mañana de Carnaval”. Era el Orfeo Negro que regresaba para decirnos que la “Cidade Maravilhosa” también conoce el invierno, y las nieblas viajan despavoridas por las playas, porque las gentes se quedan en sus casas viendo gotear el agua sobre los naranjos, o arropados en la voz de María Betania. “Mañana de Carnaval” fue escrita en un día así, y era domingo, seguro, cuando ya descansaban los berimbaos, y el lejano repique de cuicas y tamborines arrullaba la resaca de los sambistas, susurraba el retorno del buen amor al oído de las cuadrillas extenuadas sobre sus máscaras de teatro griego.

 Más acá, en la ventana, la llovizna cierne agua dulce sobre los techos de la antigua cárcel de esclavos, hoy convertida en convento. Esta mañana siento que la ternura vuelve a crecer debajo de las ventanas, junto a las veraneras, y lleva una flor nueva a la mujer de Catete que abre un libro de Vinicius de Moraes en ese poema que la justifica: “Que me perdonen las feas, pero la belleza es necesaria…”, y el aire reparte esencias de hierbas en las avenidas donde un cartel clama contra “el racismo y la intolerancia”. Una mujer de media edad elige un jabón con aroma de rosas en las farmacia, y no se decide aún por el “agua de alfacema”, esa vieja colonia que seguramente rodará sobre su piel después del baño y le recordará que hoy es martes, día de visitar a sus muertos en el cementerio de Sao Joao Bautista.

Alza la mano para detener el taxi, y el hombre se detiene,  como puede, bajo la lluvia, frente al restaurante “Arataca”, donde los turistas de la tierra vienen a probar sopa de cangrejo, como si se tratara del verdadero elixir de larga vida. Lee despacio el nombre del chófer en su carta de identificación: Elcindo de Araujo Oliveira…el hombre ya la ha traído por aquí en otros martes. Sabe que la ciudad tiene 12 millones de habitantes, pero la gente se encuentra a diario y no conoce el secreto. “Las energías comunes reúnen a la gente”, le dijo alguna vez su madre. También a los muertos. La niebla se ensarta en las cruces del cementerio como cirros de algodón. Junta las manos para orar, bajo el impermeable, y entonces ve, nítido, el color de aquella tarde cuando sus altas piernas podían despertar al sol más temprano y le parece que vuelve a ver, en el mismo mesón del café de la Rua Prudente de Moraes, a su viejo amigo Vinicius, poeta contento, junto a Tom Jobim, cuando alzaban sus copas para celebrar su paso.

 Ese, su balanceo camino del mar, fue descrito con precisión en una canción que ellos, sus dos locos amigos, escribieron para cantar sólo al embeleso, a la gracia pura de verla pasar.

El café se llama hoy “Garota de Ipanema”, y la rua que se encuentra con Prudente, consagra el nombre de Vinicius de Moraes. Sobre la pared, la música original deja ver sus notas sepias bajo los focos, más el mesero no puede decidir cuál fue la mesa de aquel verano, paraíso perdido, donde los dos poetas congelaron la luz en el paso de una muchacha.

Alguien los recuerda desde la niebla de Sao Joao Bautista.

Este cuento está inspirado en vivencias de Río de Janeiro (Brasil) del autor y hace parte del libro “El cangrejo amotinado”, que consta de 25 cuentos para leer en la playa, muchos de ellos escritos en los Estados Unidos, donde el autor residió por más de 12 años

Medardo Arias Satizábal, (Isla de Buenaventura, Colombia, 1956). Escritor y periodista, es autor de las novelas “Jazz para difuntos”, y “Que es un soplo la vida”. La primera, publicada en 1993, fue preseleccionada al Premio Latinoamericano Pegaso, entre 483 novelas de todo el Cono Sur. Su segunda novela fue dedicada a la vida del cantor de tangos Carlos Gardel. Fue finalista del Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura.

Arias Satizábal recibió en 1982 el Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar”, de Colombia, en el género Mejor Investigación, por una serie de doce artículos sobre la Historia de la Salsa.  Ha recibido en dos ocasiones el palmarés nacional de Cuento, y se le confirió también el Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia, en 1987. Reside hoy en Cali. Es columnista del diario El País .

Autor: Isabella Prieto

Caleña colombo italiana. Comunicadora, periodista y opinadora incorregible.

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